Mis tardes en Portoviejo
- Karina Sarmiento Torres
- 20 ago 2020
- 4 Min. de lectura
El tiempo pasa tan rápido. Ya son más de dieciséis semanas en Portoviejo. Estando aquí recuerdo los días en esta misma casa cuando mis hermanos ya se habían ido y yo aún estaba en el colegio. Un tiempo especial, tal vez por eso se da con tanta facilidad este momento aquí con papá y mamá y me gusta tanto este espacio en donde no se siente el aislamiento o donde podría vivir en aislamiento toda la vida. No guardamos las cosas de nuestras infancias y no hacen falta. Lo único que queda de otros años son algunos muebles, los libros y las fotos. Sin embargo, hay algo de esta casa y de las personas que la habitan y los recuerdos que guarda que la hacen un lugar mágico.

La familia fue pasando de ser cinco, a ser cuatro, tres y en algún momento, solo quedaron los dos. Cada uno de mis hermanos ponía su energía y ritmo a la casa. Mi hermana siendo la primera hija lo tenía todo claro, ella ponía orden, nos dirigía, como un director a su orquesta. Ella, además, tenía responsabilidades varias que podían incluir quedarse en el bazar de mi mamá como responsable cuando viajábamos mi mamá, mi hermano y yo a Guayaquil por mercadería. Ese tipo de funciones no las tuvimos nunca ni mi hermano ni yo. Mi hermana junto a mi mamá siempre estaba hablando, planificando. Un recuerdo gracioso que tengo es cómo nos hacía arreglar la casa – bueno, los dormitorios -, oficio que ella asumía bajo su responsabilidad en los días de vacaciones. Ella nos convencía a mi hermano y a mí de que jugáramos “Hacer la Camita”, como en el show infantil del Tío Johnny. Ella colocaba las sábanas de la cama de mi hermano y las mías fuera del cuarto, se sentaba y nos decía: ¡A hacer la camita! y los dos corríamos a hacer la cama, el que la hacía más rápido obviamente ganaba. Ella se sentaba a vernos, luego no recuerdo bien como nos convencía y también terminábamos haciendo su cama. Luego nos dábamos cuenta de que ella no había hecho nada y solo se reía. Mi hermana también nos hacía jugar en el patio: “hay carta de dónde” y otro juego en el que dibujaba unos círculos en el piso y tenías que correr a buscar el sito libre. Cuando yo tenía 8 años, mi hermana se fue a estudiar.

Entonces, ya los cuatro, fue mi hermano quien tomó el liderazgo. Él siempre fue un creador y siempre aparecía con novedades: El Silvestre, por ejemplo, un periódico familiar que se publicaba quincenalmente en donde salían las noticias que él rescataba de los cinco, incluía frases de mi hermana de las llamadas o de sus cartas. También jugaba mucho con su Lego y yo lo acompañaba, pero lo mío era el hablar con mi amiga imaginaria. A veces jugábamos saltando por las ventanas y tramando escapatorias de algún lugar secreto. Poco a poco comenzó a salir más con sus amigos y sus actividades del colegio, el consejo estudiantil, los campamentos y, en su caso también sus amigos ocuparon la casa. Mi mamá compraba fruta extra porque seguro llegarían los amigos de mi hermano. Un día igual que mi hermana, también mi hermano se fue a estudiar.

Así llegó el día en que comenzamos a vivir solo los tres. Al principio no fue sencillo, yo siempre hablé poco, muy poco y mis silencios podían – aunque aún hoy pueden – ser eternos. Sin la directora de la orquesta y el creador, quedaba yo, y mi ritmo era mucho más tranquilo y sin largas conversas. Simplemente era diferente. En las tardes la casa me pertenecía solo a mí. Mi mamá y mi papá salían a trabajar y yo me quedaba sola en casa. Una de las cosas que comencé a hacer en ese tiempo de colegio fue bailar todas las tardes. Ponía las canciones de Silvio Rodriguez y bailaba. La sala de la casa es grande y en esa época tenía pocos muebles y quedada mucho espacio. Pienso que podía bailar tres horas sin parar. En ese espacio mío, había tardes en las que tomaba textos y los leía en voz alta y caminaba y repetía frases una y otra vez, sobre todo poemas – no recuerdo cuales -, pero mi papá tenía y tiene una biblioteca extensa. La verdad no me recuerdo estudiando o repasando temas del colegio, supongo que también lo habré hecho, pero en mi memoria esos momentos no se guardaron. Esa rutina cambiaba las tardes que salía con las amigas y en particular con Eva, a quien conocí cuando estaba en tercer curso – mi amiga de la que no me separé hasta que yo también me fui de Portoviejo luego de graduarme-.

No sé por qué comencé a bailar las canciones de Silvio, pero su voz me daba una energía particular y me permitía crear formas y espacios con la fuerza de ese movimiento. Un par de años después, cuando mi hermano vivía en Quito y lo visité en las vacaciones de colegio, me quedé impresionada cuando una compañía de danza presentó una obra que ponía en movimiento Causas y Azares de Silvio Rodriguez. Esa obra tuvo un gran impacto en mí, ese mi pequeño secreto de las tardes estaba allí puesto en escena. Entonces me pareció increíble, era 1986.
Volvamos a las tardes en Portoviejo. No solo era el bailar, yo había construido un mundo solo mío que se rompía al final de la tarde cuando ponía el arroz en la arrocera esperando la llegada de mi mamá y mi papá. Cada momento en esta casa ha sido especial, con distintos matices, con distintas vibras. Es curioso que hoy esté aquí junto a mi papá y mi mamá, justo después de que yo me quedé sola en mi casa. Tal vez, cerrando un círculo, un círculo que siempre amaré. Y nuevamente, la vida me sorprende.

Los quiero mucho papá y mamá ¡gracias por unos días hermosos y haber hecho del aislamiento un tiempo feliz!
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