El río
- Karina Sarmiento Torres
- 11 feb 2021
- 4 Min. de lectura
Esta mañana, hasta llegar a Jatun Sacha y mientras navegamos por el río Napo, don Pedro, nuestro guía, nos cuenta que el río es como una serpiente, que abre sus caminos por donde quiere y se mueve en un vaivén, y que siempre sabe a dónde va. Ese camino por el río me recordó otro muy cerca de allí en la frontera con Colombia, cuando al igual que en este, un río distinto me dejaba entrar como una serpiente buscando y encontrando a personas que se habían visto obligadas a huir. Don Pedro nos dice que en los islotes que va formando el río solo se puede tener sembríos, pero nunca se debe construir una casa, pues nunca sabes cuándo el río vendrá y se la llevará. Nuevamente, regreso al río en la frontera y allí están las familias sin nada porque la guerra les quitó su casa. La violencia que despoja a la gente avanza como la serpiente. Algunas no tienen claro que ya cruzaron una frontera, a final de cuentas solo es la otra orilla, pero aquí ya no tienen ni casa ni un documento ni se habla igual.

En el camino sobre el Napo, la voz de don Pedro se mueve como el agua del río mientras sigue contando sus historias de su origen kichwa. La orilla parece siempre la misma desde la distancia, una casa, una canoa, otra casa, una escuela, personas buscando oro. Nos dice que cada vez hay más personas buscando oro, porque no hay turistas por la pandemia y el oro se está vendiendo bien. En la ruta vemos más y más personas buscando oro, parece sencillo. Muchas personas piensan que es sencillo para otras huir, salir de su país, dejarlo todo, la casa, la familia, el pueblo. Pero como la búsqueda de oro, encontrar ese lugar que te reciba y te de protección, puede resultar un ejercicio sin fin. Así lo describía Marta cuando me contaba cómo cruzó el río para que no la alcancen las balas. En ningún caso es sencillo, siempre moviéndonos para vivir, para sobrevivir, para no dejar de sentir.
Don Pedro nos advierte que pronto llegaremos a la reserva y comenzaremos la caminata. Nos ponemos las botas. Esas mismas botas que usaba Marta y toda la comunidad al lado del río donde no hay balas. En esa orilla habían construido treinta casas. Recorrí con ella cada una de las casas, invitando a todos al taller. No estoy muy segura de por qué llegué allí, pero tenía que llegar, tal vez me movía con ese ir y venir del río. Había treinta familias colombianas y ecuatorianas. Algunas casas tenían lindos portales con plantitas en la entrada, otras solo escombros, distintas costumbres que se juntaban en ese nuevo caserío de la frontera.
Llegamos a Jatun Sacha y la caminata empieza. No es una caminata difícil de selva, estamos en una reserva. Llegar a la comunidad de Marta, sí lo era. A veces también llegaba con Manuel en una camioneta casi sin frenos que se deslizaba por el camino de lodo que nos llevaba a la comunidad. Me impresionaba la habilidad de Manuel para avanzar con su carro por el río de barro que se formaba entre Santa Rosa y Barranca Bermeja. No sé cómo lo lograba, pero ese recorrido intrépido me permitía llegar a esa comunidad de personas con esperanza, dolor, misterio y miedo. El camino en Jatun Sacha es seguro, pero al igual que el otro, debes conocerlo, poner la mano en un árbol que no debes podría provocarte un tremendo susto o dolor – nunca sabes si habrá un pequeñísimo insecto camuflado en un árbol -. Como las tantas personas que estuvieron camufladas en mis talleres de esperanza – también la mía -, camufladas para identificar qué decía, qué no decía y qué decían los que estaban allí.

La sabiduría de don Pedro se mezcla con las palabras de la comunidad en mi memoria. Allí había tanta claridad de lo que es el buen vivir y había esa fuerza de las familias para proteger a sus hijos. A veces me pregunto si no hubiera sido mejor no haber llegado nunca, luego me digo que estuvo bien. Si todos pudieran escuchar las voces de la comunidad. Ese trabajo en la comunidad, esa complicidad del acompañar, me emocionaban. Así me emociona escuchar ahora a don Pedro hablar de su niñez en el río, tal vez de un río más fuerte aún sin manchas. Manchas de petróleo, heridas causadas a la serpiente, a pesar de esas manchas de muerte el río avanza. El río que avanza por donde quiere, como avanza la memoria, como avanza la serpiente, como avanza también la violencia, como avanza la pobreza.
No, no quiero olvidar a don Pedro, ni a Marta, ni a Manuel, ni a las treinta familias en sus treinta casas. No las puedo olvidar, porque cada día en cada calle, en cada semáforo, en cada lugar seguimos encontrando personas que siguen allí sin encontrar su casa, su abrigo, su protección, lanzadas a un recorrido hostil como si se tratara de una serpiente ensangrentada, así avanza la población venezolana, como otras, pero nadie aún atina a darles protección.
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