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El Deseo

  • Foto del escritor: Karina Sarmiento Torres
    Karina Sarmiento Torres
  • 15 feb 2023
  • 4 Min. de lectura

Hay momentos en que resulta inútil la vida. Caminas sola y miras alrededor y este pedazo de carne que se esmera en poner un pie delante del otro se reconoce es su pequeñez, en su insignificante rol en la humanidad, en su repetitivo repertorio de anécdotas, alegrías y reclamos. Los nudos del día a día, esas pequeñas batallas que se disputan acompañadas de una voz interior que no deja de hablar. Me pregunto si es por eso por lo que hablo poco o simplemente porque en verdad nada es necesario.


Me atropello con mis pensamientos, me confundo, lo dije yo o es ella, esa que ronda en mi cabeza y me lo susurra. Esas voces imparables, las que me alientan a continuar y al mismo tiempo se empeñan en demostrarme que todo da igual. Cuando susurra al oído es inclemente. El corazón se estruja. Silencio, pausa larga y luego, el deseo. Deseo, ¿de qué? Es tan fácil perder el orden. Es en ese momento en que parece que no pudieras ser más dichosa, en ese mismo segundo un solo mensaje lo cambia todo. El mensaje o la respuesta apurada que di o que dio, sin medir la fuerza de las palabras o la fuerza de aquellas que no se pronunciaron. Ojos que miran al vacío, ojos que observan, ojos que buscan entender las reacciones básicas del ser humano como si se tratara de un manual de uso. Los ojos que miran a la derecha mientras hablan te están diciendo algo y si miran a la izquierda están pensando en un recuerdo y si levemente deambulan habrás perdido. Un simple deseo, una sola palabra, una sola frase.


La señora del departamento de alado apenas abre sus cortinas, yo tampoco las abro. Tengo la impresión de que al tenerlas abiertas los habitantes del departamento del bloque de enfrente invadirán mi espacio, que inclusive podría sentir su respiración, escuchar sus ronquidos o sentirlos deslizarse por la casa. Escalofrío. Imagino que ellos perciben lo mismo y que registran la hora en que me levanto, que conocen los días que salgo temprano, los días que no salgo. Sin embargo, yo no tengo idea de quien vive enfrente, jamás he visto a alguien. A la vecina de enfrente o tendría que decir la que está diagonal a mi departamento, sí la he visto. Ella no abre más su cortina, si la abriera, la vería. Mi escritorio, sin proponérmelo, tiene una vista directa a su comedor. Es por esto en que hay ocasiones en que abre la cortina solo de un lado. No pretendo invadirla, pero es inevitable, paso al menos ocho horas al día en la silla de mi escritorio y no puedo evitar regresar a ver si algún movimiento me interrumpe. Si barre el balcón o se sienta en el lado derecho de su mesa, mis ojos tienen que verla. He pensado en mover mi escritorio, pero si lo muevo tendría a mi espalda la puerta y alguna vez leí que algo no funciona con las energías si no tienes visibilidad a la puerta. Si eso fuera verdad pondría mis energías en juego y con eso no juego. No, mi vida no es monótona y no tengo ningún interés en seguir la vida de la vecina, pero no puedo evitar verla.


Tiempo de pausa. El paseo con mi perro tiene siempre o casi siempre el mismo recorrido. Una vuelta a la manzana. Pienso en la paciencia de mi perro, su tolerancia o su resignación. En ocasiones me jala un poco más de la correa insinuando un nuevo trayecto, entonces lo acepto. En realidad, no hay nada que me impida tomar esos veinte minutos adicionales. Hace rato entendí que siempre hay tiempo para todo, es solo la costumbre del apuro que me somete a un rápido regreso a la silla del trabajo. Así cuando me pide un paseo más largo tengo la impresión de que lo hace por mí, pues intuye sin duda lo feliz que soy sintiendo el mundo. Esa relación intensa con el animal, que me acompaña por casualidad o por un deseo de compañía incondicional.


Las costumbres son peligrosas, será por eso por lo que aún vivo o será que en efecto tiene un sentido vivir. Me encanta jugar con la muerte, como si no le tuviera miedo, es cierto no lo tengo, a lo que le tengo miedo es la posibilidad de hacer sufrir. Qué arrogancia la mía, y al mismo tiempo qué arraigada tengo la culpa. Como que se puede sentir culpa anticipada, un repertorio aprendido, una muletilla o la miseria del patriarcado que me atraviesa y destroza. Una pieza más de este rompecabezas. ¿Quién me extraña entonces?

En este espacio pequeño y desordenado, sueño, escribo, trabajo, medito, consulto a los espíritus, me reúno, bailo, solo estoy yo. Nunca mandé la lista de contactos para mi amiga en Portoviejo. Los necesitaba para poder informar a alguien donde acudir para solicitar ayuda. Puse un recordatorio en mi escritorio y la acción era simple, consistía en abrir un documento en la computadora, copiar una parte y enviarlo. Procesé el recorrido del procedimiento en mi cabeza, lo repasé varias veces y, sin embargo, un día la nota dejó de estar en mi escritorio y lo olvidé. A veces lo recuerdo y llega ese sentimiento de reproche. La culpa. Sí, hay culpas reales porque no actuamos, pues dejamos cosas inconclusas, porque metimos la cabeza en un agujero pretendiendo no ver. Son las culpas de nuestro origen y del control, las que nos oprimen y estrujan la cabeza y el corazón. Son esas innecesarias culpas, las que hacen sangrar el corazón, como una fuga de agua en la cocina que te aturde con ese sonido pausado y regular que altera los nervios y el bienestar.


Ahora aquí en este día que pasa así sin más, voluntarioso, sin permiso, el mío. Todo comenzó por ese mensaje que no pensé recibir, no tan pronto, pero que en el fondo esperaba o deseaba que llegara para no ser yo la que admitía que no iba más. El tiempo avanza, no hay prisa y, sin embargo, el deseo.

 
 
 

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