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Aprendiendo a cuidarme

  • Foto del escritor: Karina Sarmiento Torres
    Karina Sarmiento Torres
  • 25 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

En enero 2019 me diagnosticaron depresión. Estoy segura de que en realidad la tuve desde mucho antes. Depresión causada por el desgastamiento laboral, horas de trabajo sin fin y un involucramiento de vida con los temas que trabajo, obviamente sin tiempo para mí. Tenía tiempo para mi hija, para comer juntas, para ver una serie y pasear el fin de semana; pero inclusive ella tenía claro que mi trabajo me acompañaba con mi teléfono móvil 24 horas al día. Los temas con los que he trabajado y seguiré trabajando no son sencillos, desde que comencé mi vida profesional he trabajado con sobrevivientes de violencia de género, con personas que huyen forzosamente por la violencia, que son víctimas de explotación sexual y laboral, con poblaciones que viven en situaciones de pobreza extrema y con personas sin ninguna protección.


La primera vez que tuve una situación que puedo identificar como desgaste (“burnout”) fue en el 2005. Como parte de mi trabajo, viajaba todas las semanas a Sucumbíos, uno de los objetivos era identificar a población refugiada no registrada a lo largo del río San Miguel y el río Putumayo y trabajar con ellos en el acceso a sus derechos. Viajaba sola o con facilitadores que me apoyaban dando increíbles talleres de identidad, fortalecimiento organizativo, autoestima, desarrollo comunitario y muchos otros temas. Las cosas que se lograban eran geniales: bancos comunitarios, defensores comunitarios activos, comunidades articuladas defendiendo sus derechos ante el gobierno local. Pero para lograr todo esto, yo escuchaba sin parar las historias de vida de estas personas, historias muy duras acerca de la gente que vieron morir, de la tierra que dejaron, de las violencias que vivieron y un día, sin darme cuenta, pasó lo que tenía que pasar. Lloraba por todo – bueno, usualmente lloro bastante, aunque cada vez afortunadamente menos – pero, esto fue extremo. Me emocionaba al ver el último partido de fútbol de un jugador excelente y podía llorar solo al imaginar la intensidad de su juego en la cancha siendo su última vez. Lloraba al ver un letrero colgado en un árbol diciendo que no lo cortaran. Lloraba al ver partir el bus que llevaba a la escuela a mi hija. Era extremo.


Tuve la suerte, en ese momento, de conocer acerca de una terapia alternativa. Esa fue la primera vez que me di cuenta de la importancia del cuidado de una misma. Pero darse cuenta, no significa adoptar el cuidado como práctica. Así que pronto me sentí mejor y obviamente, nunca bajé el ritmo. Salía a las 5:00 de Quito a San Lorenzo en la frontera con Colombia y volvía a las 16:00 del mismo día, en el trayecto de cuatro horas avanzaba con los informes, correos electrónicos, etc., así alcanzaba a acompañar a mi hija antes de irse a dormir y estar con ella en la mañana al despertar. Luego, el trabajo creció y llegué a trasladar ese vibra a una organización internacional de defensa de los derechos de las personas refugiadas con la que pudimos dar asistencia legal, trabajar en empoderamiento comunitario, litigar casos, no solo en Ecuador, sino en toda la región, en América Latina.


Siempre orgullosa, siempre pensando estar presente. Un día, supongo que por el cansancio mental y la coherencia que pese a todo me acompañó, decidí dejar ese espacio donde había puesto tanta vida. Hice bien, necesitaba una pausa. Había olvidado la esencia de cómo todo comenzó, y lo más grave me había olvidado de mí misma. Al renunciar, sin saberlo, estaba tomando el primer paso para estar donde ahora estoy. Digo sin saberlo porque dejé esa parte tan importante para mí, para asumir un reto aún mayor: mudarme de país con toda mi familia para trabajar en en el más importante movimiento de defensa de los derechos humanos, en su oficina regional de Lima.


La motivación, la experiencia, las ideas de mi parte y el acompañamiento que recibí en mi nuevo trabajo no pudieron ser mejores. Sin embargo, allí estaba un día de diciembre de 2018, paralizada. No podía avanzar, mientras mi mente se organizaba, mi cuerpo se paralizaba. Sin embargo, mi primera reacción fue movilizarme, ya estábamos en Lima y mi maravillosa hija me había apoyado en la travesía. Comencé a correr y retomé Couchto5k – luego de 5 años finalmente logré completar mis 9 semanas – y también, comencé a nadar. Mi sentido de sobrevivencia siempre ha sido muy fuerte y mi amor por la vida también. También moví con fuerza mis tareas en la oficina. Sin embargo, eso no quitaba la profunda agonía que la depresión provocaba. El ejercicio me mantuvo con vida y la depresión no me venció.


Durante esos meses, un día llegó, como una revelación mágica, lo comprendí. Entendí qué era lo que me hacía feliz. El compartir con mi hija sin duda estaba en primer lugar, pero sobre todo comprendí lo que movía mi mente, mi espíritu y mi cuerpo. Necesitaba velocidad, necesitaba facilitar cambios en la vida de la gente de manera tangible, sobre todo necesitaba crear.


El 27 de agosto, el día de mi cumpleaños y tres días después del viaje de mi hija, reinicié una práctica que me había coqueteado muchas veces: el yoga y la meditación. Encontré el Árbol de la Vida. No solo inicié la práctica, pero también comencé un proceso de desintoxicación y de alimentación sana. También, gracias a encuentros mágicos de la vida conocí a Rabiya, quien me habló de mi lado femenino que luchaba por salir y Nuna Pakarina, que me habló de mis ancestras y limpió mis cargas pasadas. Esto junto con la experiencias con Chris Rials-Seitz y sus cuencos sanadores y el acompañamiento de Yolanda Aguilar con su increíble trabajo de sanación a través de la terapia del reencuentro, hizo que todo tomara su lugar y se produjera el click. Renuncié a mi trabajo para buscar un nuevo comienzo cerca de mi hija aún adolescente, algo en donde no parara de crear y algo que me permitiera alimentar mi autocuidado.


El coronavirus me encontró en mi reinicio y a pesar del tremendo impacto de la pandemia, a mí me dio tiempo para afianzar un proceso personal de autocuidado que me permita ser y hacer con todo mi potencial. En ese proceso estoy hoy. Agradecida por todo lo vivido, por el tiempo que pasé en Lima y por cada una de las decisiones que tomé: difíciles, equivocadas, acertadas, arriesgadas, pero que tomé. El camino es aún largo, pero hoy estoy feliz, estoy agradecida.


 
 
 

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